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Hora Ciudad de México

lunes, 24 de marzo de 2008

¿Qué tienen los niños que a nosotros nos falta?

La respuesta a esta pregunta -tal vez la forma más directa de acercarse a un estado de conciencia más positivo, creativo e íntegro- se encuentra justamente en formularla al revés: ¿Qué tenemos nosotros que los niños no tienen?

Los niños son la máxima expresión de la pureza (hay quienes dicen incluso que un niño no puede jamás ser malo), y nunca están pensando en lo que ha de esperarles el día de mañana, como casi todos los que estamos leyendo estas líneas. Los niños no tienen un juicio formado (muchas veces por otro) de lo que está bien y lo que está mal, de a quién se debe amar y a quién amar, de lo que es bello y lo que es feo. Los niños no evitan la mirada como los adultos, porque los ojos son las ventanas del alma, y como su alma es pura, no sienten que necesitan ocultar nada, o aparentar ser algo que no son.
Y más que nada, los niños no diferencian completamente entre su interioridad y la realidad exterior, siendo su yo todo lo que los rodea, y por eso estando conectados de una manera natural con el medio. Por ello su capacidad de identificarse con otros y sentir piedad es mayor que la nuestra, y pueden compartir un momento con el medio en una intensidad para nosotros impensada.

Es de llamar la atención que a lo largo de nuestra vida en lugar de ir ganando cosas vayamos perdiéndolas, dejando en el camino la inocencia y la naturalidad de los infantes, y su capacidad de serlo y penetrarlo todo.

Sería raro que una bestia feroz atacara a un niño, ¿por qué?


Nuestra labor consiste en pensar de qué lastre debemos deshacernos para acercarnos más a aquel estado de divinidad que alguna vez tuvimos y hoy ha quedado tan profundamente enterrado. Miremos a los niños y aprendamos a transformarnos en ellos.

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